Revista Debate sobre Derechos Sexuales
En el marco de la estrategia de debates sobre Derechos Sexuales (2016) compartimos con ustedes los siguientes artículos.
Editora, estilo y redacción
Zulema Alanes
Cuando el sistema termina atrapándote
Panelista Carmen La Ruta
Carmen La Ruta, no teorizó mucho acerca de cómo estaban cambiando las
formas de constitución de las familias cuando, siendo la menor de ocho
hermanos, la realidad la enfrentó al momento en que tenía que comunicar a sus
padres su decisión de iniciar la aventura de una convivencia libre con su
pareja.
“Vengo de una familia numerosa, cinco hermanos varones y tres mujeres
–yo incluida– una mamá que se casó a los
16 años”, empieza relatando Carmen como para no
dejar duda que se formó en medio de una familia muy tradicional.
“El momento que decidí
formar mi propia familia coincidió con el periodo en que empecé a trabajar
sobre los derechos humanos, lo que a su vez amplió mi mirada sobre la familia” y, según
recuerda, “fue lo que me ayudó a comunicar a mis padres que iniciaría una
vida de pareja”.
Ser la menor de varios hermanos y hermanas felizmente casados, no hizo las cosas muy sencillas “aunque siempre fuimos muy unidos y nos apoyamos mutuamente, pero el verdadero desafío fue hacer entender a papá y mamá que el matrimonio no estaba en mis planes inmediatos”.
Sin habérselo propuesto e incluso sin tener plena conciencia, Carmen
estaba poniendo en evidencia que el
concepto de familia estaba cambiando.
Las parejas de hecho –como la que ella decidió constituir–, la monoparentalidad
y las parejas homosexuales estaban dando lugar a nuevas formas familiares.
A ello habría que añadir las formas de vida en común sin mediación de lazos de consanguinidad o incluso de relaciones afectivas, o la extensión de las familias unipersonales.
Enfrentarse a esas nuevas realidades es más complejo cuando los
modelos que supuestamente se tienen que replicar siempre estuvieron marcados
por relaciones machistas y
patriarcales, “así fue siempre, en casa,
las mujeres debíamos atender a los varones, la cocina era nuestra
responsabilidad y siempre debíamos atender primero a los hermanos mayores”.
Criada en ese ambiente tan tradicional, nunca imaginó que le tocaría
romper todos los esquemas. En su vida se cruzó un hombre divorciado, que estaba
abierto a una nueva relación de pareja pero que no tenía en sus planes
volver al registro civil.
No fue hasta que empezó a trabajar en una oficina que promovía los
derechos humanos que logró cambiar de chip como ella misma lo admite. Y eso “transformó la relación con mi
familia. Empecé a romper los esquemas porque yo no me casé, hace ocho años
decidí convivir con mi pareja, fue complicado decirle a mis padres, creo que la buena energía me
acompañó porque mis padres entendieron y aceptaron”.
No sería la única familia recompuesta,
con al menos uno de sus miembros proveniente de una unión anterior, y si los hubiere, los hijos e hijas de la
primera relación más los propios de la nueva unión.
Carmen no fue la primera en asumir una unión libre, de hecho el sirwiñacu
es una práctica muy común en nuestro país, tanto, que ha sido reconocida en la
legislación como una expresión de convivencia voluntaria que para fines legales
se equipara al matrimonio civil.
En su caso, como ella misma lo
reconoce, la idea de una relación sin ataduras duró poco.
Se embarazó, nació su primera hija y “por temas legales decidimos
casarnos. El sistema obliga a legalizar ciertas cosas, yo hubiese vivido sin
casarme por el compromiso sentimental, de unión, de construcción no solo de
cosas materiales, pero el sistema nos obliga a tomar decisiones”.
Y todo pareció volver a colocarse en el lugar donde siempre estuvo. “Nos
casamos, inscribimos a nuestra hija en un colegio católico para forjarla en los
valores que guiaron nuestra formación”, cuenta Carmen ante un auditorio que
luego la cuestiona por considerar que
desandar su camino no fue la mejor decisión.
Pero ella no lo entiende así, y cree que se puede sobrellevar una vida
diferente aún dentro del sistema. “Debo decirles que hasta hace unos cinco o
seis años no hablaba de placer, de convivencia, de relaciones parentales como
lo hago ahora. Tengo la fortuna de tener
una mamá que si bien se crió en medio de una estructura
machista y patriarcal tiene mentalidad
abierta, ahora comparto con ella temas que nunca antes los hubiera colocado en
mis charlas madre-hija y que antes sólo
intercambiaba con mis amigas y hermanas”.
Se necesitan muchos más esfuerzos que antes para mantener unos lazos
que respeten las biografías de cada quien y que al mismo tiempo den valor a la
unión. A tenor de ello, el modelo tradicional se va debilitando y también el
rol de “mujer cuidalotodo”.
En la década de los ochenta, coincidiendo con la emancipación social
de la mujer y el incremento de divorcios, surge la monoparentalidad como
fenómeno sociológico. Nos encontramos ante una realidad social, familiar y
personal fruto del cambio y conflicto social. Es un fenómeno de ámbito
inicialmente urbano que da lugar a un nuevo modelo de familia que provoca
el progresivo aumento de madres
divorciadas, separadas y solteras.
Pero aun de esos cambios y de que la familia ya no es sólo un grupo de
personas que mantienen lazos consanguíneos o sentimentales y que viven juntas
durante un determinado intervalo de su vida,
todavía es una institución social que despliega una determinada
ideología en la socialización de sus miembros, que norma el deber ser y moldea la forma de estar en sociedad.
Otras formas de afirmar la convivencia
Claramente estamos asistiendo a un cambio social que ha tenido su base
en la esfera privada de las personas, y
está relacionado con actitudes, hábitos y con modos renovados de entender la
convivencia.
La afectividad no condicionada por la heterosexualidad, la
adjudicación de nuevos roles en la pareja o el interés de mantener una relación
sentimental sin imposiciones de carácter legal ha favorecido decididamente a
ampliar el concepto de familia más allá de la unión matrimonial reconocida
legalmente y que se ve superada, por ejemplo, o por las familias monoparentales
-o monomarentales, en cuanto mayoritariamente están compuestas por la madre y
sus hijos e hijas, o por las familias homoparentales.
En el debate de 1999, habló una mujer que imaginó para sí una vida como madre
soltera. Siempre supo que la maternidad
era su destino pero nunca se imaginó conviviendo en pareja. Una extranjera dijo que, en Bolivia, su
familia era su gato. Un joven
universitario contó el proceso que implicaba ‘cortar el cordón umbilical’ con
su familia y romper la tradición boliviana de vivir con papá y mamá hasta el
momento de casarse. Eran tiempos en que
las personas homosexuales estaban recién
‘saliendo del closet’ y en la lucha por su visibilización el ‘matrimonio
gay’ ni siquiera aparecía en agenda.
Ahora las cosas han cambiado. Aunque no hay un consenso
para aceptar ciertas formas de convivencia en pareja, para conceptualizarlas o
definirlas, para considerarlas como transitorias o estables, para entender las
formas de vida en común sin mediación de lazos de consanguinidad o incluso de
relaciones afectivas, para no asombrarse ante la extensión de las familias
unipersonales, o para explicar los efectos de la incorporación de las mujeres
al trabajo remunerado y sus consecuencias para el grupo familiar; sí hay un
claro acuerdo en cuanto a que la familia
como institución, paulatinamente, ha ido transformándose.